Coahuila. Un coro de voces angelicales, vestidas con uniforme escolar, resuena poderoso en el blanco, serio y denso espacio de un elegante sanatorio.
Las voces lucen bien plantadas en un extremo rincón de la sala, frente a un monumental árbol de Navidad que refulge de escarcha y luces multicolores.
El público, en su mayoría, damas de caras bonitas, enfundadas en traje sastre; varones de saco, camisa y zapatos relucientes, presencian encantados el recital de aquellas voces que entonan magistrales, límpidas, armoniosas: Noche de Paz. El niño del tambor, Blanca Navidad, Los peces en el río….
La gente, que permanece de pie en el salón, se derrite en aplausos y bravos para los chiquillos vestidos de pants azul marino con franjas verdes y blancas; alba playera o verde falda de tablones, el atuendo de la Escuela Secundaria General Número 4 “Profesor Apolonio M. Avilés”.
Es una tarde más bien templada, y los niños cantores de la 4, que han venido para endulzar el encendido del pino de este hospital, son puras sonrisas cándidas, tiernas, inocentes, con cada ovación que les prodiga la concurrencia...
Pero, ¿alguien entre aquella gente intuye si quiera la historia que se anida en la profundidad de estas gargantas prodigiosas que ahora se desgañitan con esplender sobre una pista musical navideña?
Martes a la 1:30 de la tarde, la hora de salida de los chicos de la Secundaria 4, calles Francisco Sarabia y Alberto Braniff, colonia Gustavo Espinosa Mireles, catalogada, desde siempre, como un sector donde las clicas y el “crico” (droga)son moneda corriente.
Karinthya Mael Saucedo Rodríguez, la directora, cuenta cómo y por qué fue surgió el coro de niños cantores de esta escuela.
Dice que sucedió en el ciclo escolar pasado tras la llegada de Juan Antonio Ortiz Gaona, el maestro de música, y tras la llegada de la convocatoria para el Concurso de Interpretación del Himno Nacional.
“Le digo ‘maestro usted es de música, lo voy a novatear: Necesito que me prepare a un grupo de 20 – 35 niños para el Himno Nacional. Tiene 15 días y nos vamos al concurso’. Así fue como surgió…”.
En esa ocasión el coro no conseguiría salir en hombros de aquella competencia, empero su participación deslumbró, sorprendió, a las autoridades de la “Apolonio.,
Para haber preparado el Himno Nacional, con todas sus estrofas, en 15 días… “lo hicieron muy bien, estuvo muy bonito…”, dice, el semblante henchido de orgullo, Karinthya Saucedo.
Por esos días al profesor Antonio, le vino, como una inspiración, una revelación, quién sabe si divina, la idea de formar un coro de niños.
El Coro de la Secundaria 4.
El primer coro de niños, en 44 años de existencia, de esta escuela, la “Apolonio M. Avilés”.
“El requisito no era ni que afinaran… sino que les gustara cantar, que quisieran estar ahí. Cuando yo comencé a hacer las audiciones la pregunta era ‘¿y qué nos van a dar a cambio?’. Para mí fue un logro maravilloso, como maestro, que ahora los chicos me persiguen para decirme, ‘maestro, ¿cuándo vamos a ir a cantar al asilo, a la casa hogar, con los niños? Hay que llevarles dulces’. Eso fue muy lindo. En un principio era ‘qué voy a recibir’, ahora es ‘yo quiero dar’. El arte y específicamente el canto, ayuda muchísimo a cambiar la perspectiva, las aspiraciones de los chicos, a hacerlos mucho más empáticos, sensibles, más sanos, y el canto sana, y si tenemos niños más sanos emocionalmente tendremos una sociedad más sana”, dirá Antonio Ortiz, el director de este coro hoy conformado por 46 niños de los tres grados.
“Los niños empezaron a pedirle a él, profe ‘vamos a seguirle’ y ‘a seguirle’. El profe los ensayaba después de clase. Los niños se quedaban, el profe, sin paga y sin nada, se quedaba… Tiene una facilidad enorme yo no sé cómo le hace, pero los prepara muy rápido. Ahorita estamos con el apoyo del profe porque aun así él le invierte mucho tiempo que no se le paga”, narra Karinthya Saucedo, la directora.
Muchos de los jóvenes que se habían animado a audicionar para entrar en el grupo de canto, eran estudiantes que pasaban por una situación académica, y de conducta, peliaguda.
“Porque como se salían del aula de clase para ensayar… Eran los tremendos, los más inquietillos, que no querían estar en el salón”, narra Saucedo Rodríguez.
Chicos que estaban prácticamente reprobados, con un pie fuera de la secundaria, que ya tenían carta compromiso, es decir, un documento, firmado por ellos mismos, en el que se comprometían a comportarse o de lo contrario corrían el riesgo de ser echados de la escuela.
Era su última oportunidad.
“Había otros niños que no, niños que les gustaba mucho cantar, que tenían su promedio regular y hasta de cuadro de honor y todo…”, aclara la profesora Karinthya,
La estrategia que se inventó la escuela con aquellas ovejas descarriadas que habían decido, por propia voluntad, entrar al redil, se resume en una simple, pero dura frase, una condición: “tú trabajas… y sigues perteneciendo al coro”.
La fórmula funcionó.
Y Antonio se lanzó en esa aventura azarosa de explorar y descubrir dones y talentos que hasta entonces permanecían ocultos en los chicos.
“Había un chico que siempre estaba en la esquina del salón, nunca hablaba con nadie, estaba completamente aislado de todos, como en su mundo, ausente. Fue muy bonito que mediante el trabajo que hicimos en coro, el chico de ser cómo no tomado en cuenta porque estaba siempre en la esquina, cuando empezamos a vocalizar, los niños más avanzados se quedaron sorprendidos de su calidad vocal. Fue maravilloso verlo salir de la clase de coro como un pavorreal al chamaco, ver cómo empezaba a interactuar con otros chicos.
Le ayudó muchísimo a tener mucho mayor interacción social y poder abrirse con sus compañeros, ser más seguro de sí mismo. En él yo vi un cambio”, platica el profesor Antonio.
Los docentes de la secundaria comenzaron a notar ciertos cambios positivos en el comportamiento de los plebes y su rendimiento escolar.
Su disciplina mejoró bastante y sus notas fueron para arriba como globos aerostáticos.
“El chico, lejos de llamar la atención porque es el desordenado, ya llama la atención porque es el que canta”.
Dice Juan Antonio Ortiz Gaona, el maestro de coro de la secundaria, una mañana calurosa de finales de noviembre.
En el amplio patio de la escuela, un cuadrado de cemento con un foro y jardines alrededor, es la quermés del Aniversario de la Revolución Mexicana.
La música de cumbia y reguetón que sale como caballo desbocado de unos altoparlantes, caldea el ambiente de chicos y chicas que van y vienen de un lado para otro por la explanada.
Cumbias y reguetones que, por supuesto, no son parte del culto repertorio del coro de la Secundaria 4.
“En el contexto de los chicos no se escucha música clásica. Es interesante cómo es que ellos lograron adquirir esa técnica para cantar, cuando su contexto estético del canto es otro”.
El profe Antonio, como le llaman sus pequeños, pero avispados, aprendices está sentado en una banca, recordando…
Su madre le cuenta que desde crio le gustaba el canto.
Y no cuesta trabajo imaginar al joven Juan Antonio entonando rancheras al compás del chaca – chaca de la lavadora, mientras mamá lidiaba con las faenas domésticas.
La historia del profe Antonio no es como la de aquellos mareros, de que hablan las cónicas negras salvadoreñas, arrepentidos, que luego de renunciar a una vida desordenada, criminal, se convierten en cristianos evangélicos dedicados a rehabilitar y llevar por el buen camino a las almas pandilleras.
No, Juan Antonio presume de haber tenido, desde la infancia, una vida venturosa, feliz.
El padre un modesto mecánico, la madre una enfermera, ama de casa por elección.
Juan Antonio y sus tres hermanos, un varón, dos hembritas, en casa, protegidos por la mamá.
Lejos, muy lejos del ambiente de las bandas y de las drogas que en los años ochenta abundaban por las calles de la populosa colonia Lamadrid.
Juan Antonio nunca supo de eso.
“Mi mamá nos cuidaba mucho, entonces como que no nos dejaba salir. Teníamos muchas reglas, sólo salíamos a jugar con nuestros vecinitos y era así como… muy controlado. Mi mamá estaba todo el tempo encima de nosotros haciendo las tareas…Íbamos como a estos grupos religiosos. Me acuerdo que iba un grupo que se llamaba el CEC, Círculo de Estudiantes Católicos que estaba en la iglesia de Lourdes. Fue muy bonita etapa”, cuenta Antonio.
Sus días de adolescencia y juventud habían transcurrido entre concursos de canto, todos los concursos de canto habidos y por haber, y sus clases de diseño gráfico, música y fotografía, en universidades de Saltillo, Xalapa y Morelos.
Puras cosas buenas…
Por eso cuando alguien le pregunta al profe Antonio de dónde fue entonces que la nació eso de querer compartir su tiempo y su talento con los chicos de una secundaria pública, en una zona conflictiva del norponiente de la ciudad, responde sin meterse en honduras:
“No me ha tocado sufrir así, como esos chicos que tienen historias de vida terribles y cómo les ha ayudado cantar. Hay cosas que te marcan evidentemente y seguramente de ahí tendrá que venir este deseo de querer… Y creo que sí, algo debe de haber ahí. No sé, tendría que… Seguramente debe haber ahí algo emocional que de cierta manera se refleja en este deseo de querer ayudar a los chicos para que sean felices. Finalmente ellos van a ser los futuros papás. Estamos viviendo esta situación terrible de inseguridad, de mucha violencia porque las generaciones anteriores algo no hicimos bien y estas generaciones son fruto de eso. Algo pasó que desensibilizó a la sociedad”.
Una mañana fría, víspera del Día de Muertos. Valeria, 14 años, tercer grado, sección “c”, cubierta, hasta la cabeza, con un chal oscuro, acuna entre sus brazos a un bebé de mentiras, uno de esos muñecos pelones con los que seguramente jugó de cría, toda vez que canta, con voz de verdadera soprano, las estrofas de una melodía náhuatl: “Macochi pitentzin”, (“El arrullo”).
Valeria está sentada al centro del escenario, rodeada de sus compañeros del coro que la secundan con sus voces prodigiosas.
Llevan todos atavíos campesinos y las caras maquilladas como la parca.
Al fondo hay un altar monumental, en honor a Kevin, un alumno de la 4 fallecido por enfermedad el año pasado.
El lugar está a reventar de alumnos y algunos maestros que han venido a presenciar este ensamble artístico con canciones y una pieza teatral, que el profe Antonio, junto con otros docentes de artes de la secundaria, montó para la ocasión en las instalaciones del taller de electricidad de la escuela.
Valeria es la protagonista de la obra que dura no más de 15 minutos y narra la historia de una madre que llora a la hija que un día salió de casa tras una discusión y nunca regresó.
(Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia).
Alguien le comunicó a la señora que la muchacha había perdido la vida y por eso la mamá acude diariamente al panteón con la esperanza de que la hija se le aparezca y ella pueda abrazarla y despedirse de su alma.
Entonces la muerte, materializada en otra chica del coro, Jimena, llega para consolarla y dejar al público un mensaje final sobre la importancia del amor a los hijos.
A lo largo de la puesta en escena el coro interpreta, acompañado por la rondalla de la secundaria, “La llorona” y luego “La Sandunga”, con una maestría que enchina la piel.
Los espectadores están impactados…
“Maravillas, quisiera decir mil cosas, pero, ay Dios. Yo me quedé muy sorprendida la primera vez que los escuché en biblioteca. Como mi oficina está al lado, entonces pensé que era un audio lo que había, no sé, invitados del maestro. Estaban ensayando. Ya cuando los veo dije, ‘mira, son los niños de aquí de la escuela’, es algo impresionante… Me sorprende porque es talento que tenemos, pero quizá hacía falta un poco de trabajo, de alguien que los orientara y sí, excelente el trabajo que está realizando aquí el docente. Aun cuando tiene poco con ellos. A algunos alumnos, sin mencionar nombres, les ha subido la autoestima de manera muy importante. Ojalá y el maestro dure muchos años en esta secundaria”.
•¿Usted canta?
•No, en la regadera…, tal vez…
Dice Sandra Hernández López, la trabajadora social de la “Apolonio M. Avilés”, otro mediodía en su oficina, un cubil de ladrillo pegado a la biblioteca.
Recién ha sonado el timbre, ese timbrazo estridente que anunció el final del receso, pero la alharaca que han armado los chiquillos desde sus salones retumba por toda la escuela.
Sandra dice que casi la totalidad de los entre 520 y 530 alumnos que asisten a este plantel, son de estatus económico bajo y medo bajo, tienen carencias económicas, alimentarias y provienen de familias monoparentales o compuestas.
“Viven con sus madrastras, con padrastros, con sus abuelitos, con tíos. Hay madres solteras, padres solteros…”.
La violencia doméstica, física y emocional, y las adicciones legales e ilegales en casa, son el denominador común en la vida de muchos de estos chiquillos.
“No les dan ese ‘tú puedes llegar más allá’. A veces los chicos: ‘qué quieres estudiar’, ‘pues quiero entrar a General Motors, donde está mi papá’. Ese es el perfil que ellos quieren, entrar a la fábrica donde está mi papá. A las niñas sobre todo… ‘no pos para qué estudias, te vas a casar’. Es un problema que estamos tratando de erradicar”, dice Sandra.
La mayoría de los estudiantes de la 4 habitan en colonias como Pueblo Insurgente. Valle Azteca, Antonio Cárdenas, María Luisa, Loma Alta, Roma, Anáhuac, Isabel Amalia y, por supuesto, la Gustavo Espinosa, sectores, todos, donde predominan las bandas y la loquera.
“Hay colonias donde he realizado visitas domiciliarias y sí, el sector es de adicciones y te topas con la problemática de que ya están consumiendo algún tipo de droga, ya están tomando, a muy temprana hora del día. Es un sector de riesgo”.
Sandra dice que cuando la mandaron a trabajar aquí, sintió temor por la fama que se cargaba esta secundaria.
“Pensaba ‘ups, dicen que los maestros tienen que resguardar su automóvil en unas cocheras con techo y malla porque hay pedradas’, pero al momento que llego a la escuela, nada que ver… La tomo como una opción para poner aquí a mi niño, para inscribirlo aquí. Es buena escuela”.
Encima de la mesa hay un plato de chayotes con huevo, rajas con queso, frijolitos con chorizo y un vaso con agua de sandía, natural
Es la hora del receso en el comedor estudiantil de la secundaria y el profe Antonio se dispone a almorzar acompañado por los 50 chicos que a diario vienen a esta olla comunitaria escolar, atendida por tres madres de familia voluntarias, para degustar, a cambio de ocho pesos, lo que para muchos será la única comida fuerte del día.
El ruido de los chicos entrando y vociferando en el comedor hace imposible cualquier conversación.
El profe Antonio cuenta que al principio, y todavía hasta hace algunas semanas, las cosas con los niños cantores de la Secundaria 4 no eran nada sencillas, tal y como podría pensar la gente que ahora los mira y admira cuando se presentan en público.
La apatía de algunos elementos femeninos del grupo estuvo a punto de dar al traste con todo y ocasionar que el flamante maestro de música de la “Apolonio”, tirara la toalla.
Pero no.
“Era un suplicio, un su- pli – cio - dice - no querían cantar, les decía ‘vamos a hacer otras cosas’, no querían hacer nada, nada, sólo estar sentadas, platicando. La verdad a mí me frustraba muchísimo porque yo quería ver repertorio y no podía. Si íbamos a poner una canción ‘ay no, qué flojera’. El problema es que luego me contaminaban a todos los demás. De repente eso es como triste y un poco frustrante para uno de maestro, que no los puedes jalar … Es complicado. Todo les molestaba, nada les daba felicidad en la vida. Nada. Que no querían cantar, que no les gustaba, que les daba flojera, les digo, ‘pero entonces para qué hicieron audición’. Yo pregunté, ellas hicieron la audición y entonces ya los anoté en la lista. Traté de llegar a acuerdos con ellas, ‘vamos a ver una canción que les guste’, medio que querían a veces, pero no”.
Entonces Antonio tuvo que dividir el grupo entre los que no querían cantar y los que trabajaban.
“A los que no, les ponía otra actividad y trabajaba nada más con unos cuantos, pero luego no se callaban y para la cuestión del coro necesitábamos mucha concentración, silencio”.
Finalmente, el profesor de música hubo de tomar una determinación que le caló hondo en el alma: separar del coro a las ovejas rebeldes y buscarles acomodo en otro club de la escuela que les llenara el ojo.
“La verdad es que estoy muy contento porque había sido muy difícil en días pasados llevar al coro a donde yo quería. Ahorita es una maravilla, disfruto enormemente”.
Cierto día el profe Antonio, cabello crespo, ovalado rostro tapizado por una alfombra de barba, llegó a la escuela con la cara afeitada, solo un mostacho.
No faltó, entre los alumnos de la 4, quien le hallara parecido con el narcotraficante colombiano, jefe del cártel de Medellín, Pablo Escobar.
Y así se le quedó.
“Son tremendos. No es algo que me enorgullezca definitivamente… Yo lo veo de alguna manera como el cariño que me tienen los chicos, la confianza, de que… sienten esa cercanía…”.
Rocío Martínez es la maestra de apoyo de la secundaria 4, encargada de atender a los chicos, unos 30, con problemas de lecto – escritura y discapacidad intelectual e hiperactividad.
Un día se acercó con el profe Antonio para preguntarle si podía admitir en el coro a algunos de sus chavos y él dijo que sí.
Rocío habla del caso de una chica tímida, retraída, callada, a la que le costaba relacionarse con sus compañeros.
El coro la cambió.
“Ella en un principio, cuando platicábamos, cuando estábamos trabajando, siempre agachada, nunca te veía a los ojos, usaba su cabello para taparse la cara y ahora no, hasta se peina muy bonita. He visto que a partir de que entró al coro ha tenido mucho cambio. Es más sociable, más despierta, más desinhibida”.
Cuenta también la historia de otro inquieto joven con lento aprendizaje y atraso escolar, que ha demostrado progresos después que ingresara al club de los niños cantores de la 4.
“Creo que el coro es un espacio que lo motiva y a la vez lo relaja. Es un espacio donde los alumnos pueden expresar sus emociones, sacar todas esas frustraciones que tienen. Les da seguridad, autoestima, presencia, porque son alumnos que aquí no se notan y van fuera y, uy, se lucen…”, dice Rocío una mañana desde su escritorio atestado de materiales didácticos.
Rocío dice que muchos de los plebes que estudian en esta secundaria no tienen sueños, futuro, un proyecto de vida.
“Viven al día, mañana a ver qué pasa, no tienen ese sueño… Esa motivación. Yo hablo mucho con ellos de eso porque es lo que les va a dar en la vida… Luchar por ese sueño, ser alguien…Hay uno que otro que sí”.
Son las primeras horas de clase y en la “Apolonio”, se respira la calma.
Georgina Montes Díaz, bibliotecaria y encargada del comedor estudiantil, con 39 años de labor, es la maestra más antigua de esta secundaria fundada en 1975.
“Gina”, como la nombran los alumnos, llegó a la “Apolonio”, cuando la Espinosa Mireles era un desierto de calles sin asfaltar, por donde corrían aguas negras y pestilentes.
Entonces la maestra Gina, que había entrado como empleada administrativa, era la responsable de cubrir los interinatos y licencias médicas en el taller de taquimecanografía.
“Llegué a dar hasta geografía”, recuerda y sonríe.
Era la década de los ochentas, la época difícil de las broncas a pedradas entre las pandillas que mantenían asolado el rumbo; y de los pleitos entre los estuantes del turno matutino contra los del vespertino de la Secundaria 4.
A la sazón sonaban fuerte por el barrio los nombres de “Los Pilos”, “Los Panchitos”, “Los Calavera”, “Los Buchos”, clicas de las que hoy apenas y que eso, el nombre.
Algunos aseguran que fue de ahí que a esta secundaria le vino la mala fama, el apodo con el que hasta hoy se le conoce.
Vaya saber de dónde saldría ese alias, cuál fue la primera boca que lo pronunció.
“Cuando yo pedí mi cambio me dijeron ‘pues nada más está la secundaria… es el penalito, y mis compañeros ‘vas al penalito’, dije yo ‘ah, está bien’. Desde que llegué he visto muy buena población, muy buen ambiente laboral…”, dice Rocío Martínez, la profesora de apoyo de la escuela.
Karinthya Saucedo, la directora de la 4, dice que las autoridades de la escuela no han parado de luchar para limpiar esa mala fama, para desterrar el estigma que pesa sobre la secundaria y que muchas veces es alimentado por alumnos y padres.
“Les digo a los muchachos ‘¿usted ha cometido un delito?’. ‘no pos’ que ‘no’. ‘Entonces no es el penalito porque no estuviera usted aquí, estuviera en un penal de a de veras’. Aquí nadie ha cometido ningún delito y a nadie le gustaría estar en un penal”.
Al menos a Georgina, desde el principio, no le hizo ninguna gracia el mote.
“La sociedad a veces es muy cruel”, se duele Gina.
Y pide la palabra para hablar de las cosas buenas que tiene esta escuela.
“En aquellos años era muy famoso el profesor Joel Alfaro Valle, con el grupo de poesía coral que en los escenarios donde se plantara era un triunfo seguro. La doctora Laura Patricia Valdés García, en oratoria. Niños que han participado en ajedrez y han ganado concursos. Tenemos ex alumnos que destacan en los diversos ámbitos profesionales: médicos, docentes, ingenieros, empresarios. Catedráticos que daban clases en el Ateneo, también daban clases aquí. Ahorita lo que nos ha llenado de mucho orgullo es el coro. Me gustaría que vinieran, que todo Saltillo se entere, de que tenemos niños que cantan como los ángeles y van a pasar a la historia. Y si personas hablan mal de la escuela eso lo vamos a pasar por alto, porque la mayoría habla bien y guarda en el corazón y en la memoria los tiempos idos”.
A Valeria, 14 años, tercero “c”, de la “Apolonio”, su abuela fue quien le transmitió, con las canciones de Pedro Infante, el gusto por la música.
Desde muy cría se había iniciado en el mundo de la ópera en Esperanza Azteca.
Cuando supo que en la secundaria se abriría un grupo de niños cantores, decidió, sin pensarla dos veces, que quería audicionar.
Fue aceptada sin mayor trámite.
Hasta ahora le ha gustado, pese a que las canciones que pone el profe Antonio son complicadas, por la altura y tesitura de las notas.
“Es muy padre porque son experiencias que no habíamos tenido aquí en la secundaria. Nunca se había hecho algo así”, dice Valeria que ha tenido que salir de la clase de química para atender la entrevista.
Y platica que a ella el coro le cambió la vida.
“Antes era muy despapayosa, me ayudó. Si antes era de buenas calificaciones, mejoré, y ya no soy tan desordenada. Ahora muchos me ven en receso y ‘ah mira es la que canta bien bonito…’. Los profesores me ven y ‘hija, cantas bien hermoso’”.
Daniela, tercer año, dice que ella se metió al coro porque le gusta cantar y le apasiona todo lo que tiene que ver con el arte.
“Me siento única porque no es como que a cualquier persona le digan que si quiere interpretar una canción. Se siente muy bonito que te escojan, que te llamen, vamos a ir aquí, allá…No todos tienen esas oportunidades. El que nos consideren personas importantes me llena”, dice la niña, desde una baca del patio de la escuela.
Hay dos motivos por los que a Evelyn le fascinado pertenecer al coro de los niños de la 4: que le da chance de salir y conocer nuevos entornos y que siente bomba cuando le recompensan su esfuerzo de aprenderse las canciones y aguantarse los nervios, dice antes de engullir el último bocado de su almuerzo en el comedor estudiantil.
Otro mediodía en su oficina, donde ha visto desfilar a decenas y decenas de chicos que van a buscarla para pedirle consejo, una orientación, la psicóloga Cintia Ortiz dice que el coro ha resultado de mucha ayuda sobre todo por esa serie de cambios físicos, emocionales, fisiológicos, que están teniendo los adolescentes.
“El joven tiene la oportunidad de expresarse, de sacar toda la energía. Están muy entusiasmados, les gusta esto del canto”.
Y platica de un chaval del coro que recién sacó el tercer lugar en aprovechamiento, gracias al cambio que hubo en su conducta.
“Por querer salir a los ensayos, cumplía con clases, ponía atención, entonces sí, sí hay un cambio. Este alumno era muy inquieto, interrumpía constantemente en clase, Quería estar constantemente fuera del salón…”.
•¿Qué problemáticas ha visto?
•Familias desintegradas, pero con un detalle: las muertes de familiares por cáncer y esto no lo han manejado y hay mucho duelo en el alumno. Parte de esta rebeldía es eso, que no han manejado su duelo correctamente. Tenemos alumnos que mamás mueren de cáncer y se tienen que integrar a las familias de los abuelos o con papá. Situaciones en donde les cambia todo su entorno y todo esto se refleja en la escuela. Me ha tocado que las madres abandonan mucho a la familia y se van, es algo… poco usual… normalmente es al padre el ausente. Y el alumno lo maneja, ‘mi mamá nos abandonó’. lo sufren como un abandono.
A mediados de noviembre los niños del coro de la Secundaria 4 llevaron su repertorio, como un regalo de la escuela, para los ancianos de un asilo privado de la ciudad.
Salieron llorando.
Los chavos habían visto en los rostros de aquellos viejos a sus abuelos ausentes.
“Fue maravilloso, todos terminamos chillando ahí. Fue muy emotivo”, contará el profe Antonio.
Fresca mañana de martes en un aula de sungo grado.
Los niños cantores ensayan para su próxima presentación en una obra que montarán estudiantes de la Compañía Teatral de la Secundaria 5, de la Guayulera.
“Trabajamos con la imitación, aunque también con técnica. Vemos la cuestión del paladar, jugamos con imágenes como bostezar. Que quieres bostezar o que tienes sueño. Les pongo sonidos y ellos empiezan a imitar ese sonido. Que la voz se vaya a la cabeza, que no esté apretado el sonido en la garganta.
Que la voz sea más natural”, dirá el profe Antonio.
Pero los muchachos amanecieron más inquietos que de costumbre y no se calman.
“Todo el mundo guardando paletas… Sin chicle, por favor, shshsh ¿Listos?, ahora sí cantamos. Bien concentrados…”, dice el profe Antonio.
Los niños cantan “Akai Hana”, una melodía japonesa, su favorita, luego “Carca del arcoíris” y de postre entonan y bailan “El Burrito Sabanero”.
El timbre estridente de la campanilla que anuncia la hora de receso disuelve el ensayo …
A jugar…
Por: Jesús Peña
Fotos: Jessica Nieto y Jesús Peña
Video: Jessica Nieto y Jesús Peña
Diseño: Édgar de la Garza
Edición: Quetzali García
Publicado por:Noticias de Última Hora
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