Bajo su traje de astronauta, allí donde el cuerpo no transpira, allí donde los goggles no protegen del miedo, la doctora Ana Gutiérrez experimenta una angustia terrible cada vez que sus pacientes con COVID-19 imploran la muerte.
— “¡Déjeme morir!”.
El estrés la invade cuando escucha esas palabras. Sus pacientes ni siquiera conocen su cara. Apenas una calcomanía con su nombre. “¿Cómo puedes darles ánimos así?”, se pregunta una de las doctoras que trabajan en el Hospital de Especialidades Belisario Domínguez, al oriente de la Ciudad de México, donde es frecuente ver personas que no desean seguir luchando contra la enfermedad que quiere vencer el mundo.
“Es lógico: diario ven cómo se mueren los pacientes que intubamos, así que cuando les decimos que los vamos a intubar a ellos, se niegan”, cuenta esta experta en medicina interna, cuyo nombre no es real a petición de ella para proteger su identidad y evitar represalias. “Aquí el sistema de salud está colapsado: no hay doctores suficientes y eso que el INSABI contrató a varias médicas y médicos generales externos”.
Pareciera que afuera del hospital es otro mundo: los niños juegan en el piso, la señora le pone salsa a su quesadilla de chicharrón, los jóvenes echan novio en la banca, los adultos se aferran a los tubos del microbús.
Así es la vida en Iztapalapa, la alcaldía capitalina con mayor cantidad de contagios. Y también la que registra el mayor índice de rezago social de la capital, de acuerdo con cifras del Inegi. Aquí se han presentado, según la Secretaría de la Salud, 1,772 casos confirmados de coronavirus con corte al 9 de mayo. Un foco de infección que ni López-Gatell ni las campañas informativas del gobierno han podido combatir.
“En las últimas semanas hemos recibido muchos comerciantes de la Central de Abastos, de La Viga y también a muchos taxistas”, confirma la doctora Gutiérrez. “La mayoría son gente humilde y sin seguridad social”.
A 250 metros del hospital hay una plaza comercial. Ahí ya es Tláhuac, alcaldía donde hay 366 casos confirmados. Lo único que está abierto es un supermercado donde las personas no conocen a Susana Distancia. Y si la han visto, no les importa.
La señora Amparo Falcón viene por despensa. “Una chiquita”, dice algo molesta porque debe comprar un cubrebocas en 20 pesos. La norma es clara: nadie entra al 'súper' sin cubrebocas. Batalla un poco para colocárselo, pero lo logra, aunque mal: la nariz queda descubierta. No es la única. El caso se repite en el pasillo de abarrotes, en el área de salchichonería, en las filas de las cajas, en los baños. Muchos desconocen que, a muy pocos metros de ahí, hay al menos 80 personas con un tubo metido en la tráquea para poder respirar.
“Mucha gente no ha tomado consciencia de la gravedad de la situación. COVID-19 es una enfermedad en la que los pacientes se pueden ver bien, pero en realidad ya están graves. Cuando llegan vemos que sólo tienen tos y fiebre, pero cuando les tomas la saturación de oxígeno ves que están en 50 o 60, cuando lo normal es estar arriba de 93. Yo siempre me pregunto cómo es que sobreviven con tan bajo nivel de oxigenación en la sangre. ¿Cómo lo logran? ¡Quién sabe!”, comparte Gutiérrez, quien ahora vive en un cuarto de azotea, completamente sola.
“No he tocado a nadie en semanas. Tenemos miedo de ser contagiados y contagiar a nuestras familias. Cada vez que entramos al área COVID y un paciente nos tose en la cara, sentimos que ya tenemos COVID. Lo mismo sucede cuando intubamos o cuando se nos rompe el cubrebocas”, dice.
Cuando comenzó la contingencia a mediados de marzo, las autoridades del Hospital Belisario Domínguez le dijeron a su personal que había material de protección suficiente para algunas semanas. Sin embargo, cuenta Gutiérrez, “unos días después nos dijeron: ¿qué creen? Se los robaron, así que ni modo, nada más con la bata”. Por eso ahora ella debe comprar su propio equipo. En 250 pesos cada traje.
Para César Cárdenas, la fase 3 de la pandemia se inició hace mucho tiempo, no cuando la decretó el gobierno el pasado 21 de abril. Desde hace poco más de dos meses que el experto en terapia respiratoria del Centro Médico Nacional Siglo XXI del IMSS vive en carne propia lo que otros sólo se enteran por las noticias.
César ya no vive con su familia. Ahora pernocta en el Hotel Riazor, muy cerca de la Central de Abastos y el mercado La Nueva Viga, señalados como focos de contagio de la Ciudad de México.
Dice que vivir allí ha sido complicado. No lo dejan ni siquiera caminar por los pasillos ni estar en el lobby para despejarse un poco. Cuando no son los pensamientos, son los calambres los que lo despiertan por las noches. Todo por culpa de la deshidratación que le causa ponerse, durante más de ocho horas, el EPP, como se le llama al equipo de protección que debe utilizar todo el personal que tenga contacto directo con enfermos de COVID-19.
“Adentro del traje se manejan cuartos de presión negativa: no entra aire por ningún lado. Está totalmente plastificado. No transpiras y encima hay que ponerse bata, guantes y cubrebocas. Todo el tiempo inhalas CO2. No hay ventilación y sudas en grandes cantidades. Cuando nos quitamos el traje, pareciera como si nos hubieran echado una cubeta de agua. Mis compañeros y yo ya tenemos lacerados los pómulos y el puente de la nariz”, señala Cárdenas.
La Fundación Un Ángel Te Cuida les ha donado bebidas energéticas para la deshidratación y hasta el momento él no ha padecido por la falta de equipo médico. Pero no ha sido lo mismo para sus compañeros que trabajan fuera del área COVID, que actualmente ocupa los tres pisos del Bloque A del Centro Médico. “Allá afuera sí se están contagiando porque ellos no tienen equipo para protegerse. Hay compañeros médicos que ahora son nuestros pacientes”, dice Cárdenas.
Según él, en el Centro Médico Siglo XXI hay actualmente alrededor de 80 pacientes con coronavirus. Alrededor de un 10% son jóvenes de entre 20 y 38 años. El resto son mayores de 50. Casi todos con obesidad, hipertensión o diabetes. De todos ellos, 35 han requerido apoyo de un ventilador para respirar (es decir, que están intubados) y el resto es tratado con puntas nasales, antibióticos, anticoagulantes, esteroides o lo que indiquen las médicas y médicos.
Una situación un tanto diferente a lo que sucede en el Hospital Belisario Domínguez, donde, según la doctora Gutiérrez, la mayoría de los pacientes son jóvenes adultos de entre 30 y 40 años. “Aquí es al revés: se han muerto más jóvenes que adultos mayores. Los viejitos se están salvando aunque tengan diabetes o enfermedad renal. Hace poco dimos de alta a un paciente de 102 años y se acaba de morir alguien de 33”.
El Financiero
Publicado por:Noticias de Última Hora
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